lunes, 26 de enero de 2009

Crónica antes del crepúsculo

Hace un tiempo en el Chat- box alguien me comentó sobre la odisea que había sido conseguir el libro Crepúsculo, ese que tantos deseos tenía de leer (culpa mía). Yo le dije: deberías escribirlo... y lo hizo, y además bellísimamente.

Por eso hoy el post le pertenece a mi amiga Valeria -una lectora apasionada, voraz, incansable, entusiasta-, a quien ahora contagié la fiebre Crepúsculo, pero con quien además comparto la magia de Harry.

¡Gracias, Vale!


Eran dos. Aparecieron en las plantas de mis pies. Me dolían, ardían y molestaban. Entonces las observé: allí estaban esas dos manchas rojas augurando unas grandes ampollas que me harían recordar por unos cuantos días el recorrido realizado.


Todo comenzó así… La mañana lucía soleada anunciando una jornada de intenso calor. Ni siquiera una nube se animaba a aparecer en el cielo para quitarle un poco de protagonismo al colosal astro. Estaba en Paraná junto a mi gente soportando más de cinco horas de preocupación y “nervios de punta” debido a que mi hermano había sido sometido a una importante cirugía. Pero la angustiosa espera encontró su fin cuando confirmé que todo había salido bien. El clavo de platino de cuarenta y dos centímetros de largo ya se encontraba sosteniendo el fémur de Dante y tal vez, de alguna manera, sosteniendo en pie a la familia entera.


Luego el tiempo transcurrió rápido, la tensión por la situación desapareció y me acordé de algo que quería hacer: obtener el libro Crepúsculo sí o sí. Estaba quizás un tanto ¿obsesionada? con esa imagen de la tapa, esas manos blancas, puras, de una mujer mostrando una apetitosa manzana. Tenía en mi mente los colores rojo, negro y blanco. Además sabía que la lectura sería, sin duda alguna, un espacio de escape para soportar todo aquello que vendría después.

Entonces, emprendí la marcha hacia la peatonal para comprar en Códice eso que deseaba. Pero vislumbraba un menudo problema: el tiempo. Sólo faltaban cuarenta y cinco minutos para que saliera el colectivo desde Paraná hasta María Grande, lugar al cual debía retornar. Estaba obligada a salir del Hospital San Martín, conseguir la obra de Meyer, volver hasta allí para buscar a mí tía y seguir hasta la Terminal. ¡Todo eso en tres cuartos de hora! Asumí que existían tal vez otras soluciones al alcance de mis manos como tomar un remís o un ómnibus, pero con respecto a este último no sabía bien cuál iba hasta el centro de la ciudad y en relación a la primera opción, ya había gastado demasiado dinero en tantos viajes que decidí caminar.


Así que puse en movimientos las piernas agradeciendo a mi medianamente buen estado aeróbico el cual permitió un andar apresurado. Llegué a Códice y pregunté por Crepúsculo. En ese lapso, enfoqué mi mirada en los labios del vendedor, no porque fueran atractivos sino debido a que esperaba una respuesta positiva. Pero este afirmó textualmente: “no hay nada de Stephenie Meyer, vendimos todo para Navidad”. Desde mi fuero interno, lo detesté, y a la librería también por no brindarme lo que buscaba. Rápidamente, observé un espacio abarrotado de literatura infantil y tomé algo para mi hijo. Debo confesar que la elección fue al azar pues en ese instante la bronca se echó como un manto de niebla sobre todo criterio de selección. Además, aunque suene egoísta, era “mi tiempo”. Esos minutos me pertenecían porque, junto a los de la lectura, son los únicos que borran transitoriamente toda relación de amor. Dejo de ser madre, esposa, amiga,… somos el libro y yo; nada ni nadie existe fuera de esto.


Retornando, salí del local y comencé a transitar lo más rápido que pude mientras las agujas del reloj avanzaban sin tregua. Durante el camino y a medida que los rayos de sol golpeaban mi piel en forma directa, “se me prendió la lamparita” al recordar la existencia de otra librería: “El Templo del libro” (ya sabía que en la de la Terminal no lo tenían). Cuando entré en dicho negocio, sonreí internamente pues lo primero que divisó la vendedora fue aquello que traía en una bolsa traslúcida otorgado por la competencia. Pero no me importó; esta vez me sentí más que feliz. Allí vi lo que necesitaba, parecía que estaba esperando mi llegada. Era para mí. Además, averigüé si estaba el resto de la colección de Meyer y la mujer respondió que sí. Mi disco rígido guardó secretamente esa información.


Después de salir del local, comencé a darme cuenta de que mis pies quemaban. Habían aflorado aquellas manchas rojas, que luego se convertirían en ampollas, a causa de la fricción producida por las chinelas. Era un dolor bastante insoportable. Sin embargo, seguí avanzando conforme los minutos volaban. Volví a agradecer a mis piernas por trasladarme hasta el hospital donde me esperaban ansiosas mi mamá y mi tía. Sólo faltaban cinco minutos para la salida del colectivo. ¡Y lo alcanzamos!


Arribé a mi ciudad con el alivio de saber que mi hermano estaba bien y con la ansiada obra reclamando a gritos ser leída (durante el viaje debí aguantar las ganas puesto que venía acompañada, conformándome únicamente con el sublime aroma a libro nuevo) unas horas antes de un nuevo crepúsculo.

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El amor de Bella y Edward...


[Dos y uno]

Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan y, al besarse,
forman una sola llama.


Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.


Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.


Dos jirones de vapor
que del lago se levantan
y, al juntarse allá en el cielo,
forman una nube blanca.


Dos ideas que al par brotan;
dos besos que a un tiempo estallan
, dos ecos que se confunden;
eso son nuestras dos almas.


Rima XXIV, Gustavo Adolfo Bécquer


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